Sumido en el desplome de los precios internacionales, el país pierde terreno y pasa de ser el cuarto productor mundial en 1987 al undécimo 30 años más tarde
n producto, ¿de qué vamos a vivir?», se pregunta Amado Ramos, un campesino de 49 años. Un sombrero de paja y un paliacate rojo lo protegen de un sol que se cuela tímidamente por las montañas de Coatepec, la capital cafetalera de México, en el Estado de Veracruz. Hoy es un día cualquiera de un año particularmente malo. Como el pasado y el antepasado. Como las tres últimas décadas para el café mexicano. Ramos empuña un machete y recorre decenas de fincas de camino a casa. Huertas abandonadas y azotadas por la plaga. Tierras cafetaleras que dieron paso al cultivo de caña y que se resisten a una creciente urbanización. Parajes solitarios que ven cada vez más atracos y cada vez menos jóvenes en el campo. El pequeño poblado que lo apostó todo al llamado oro negro no ve salida a una crisis que ha arrinconado a la mayoría de los 500.000 cafeticultores del país.
Hace 30 años Ramos dejó su natal Altotonga, otra pequeña comunidad del Estado, para perseguir una vida mejor durante la época dorada del café. Ese sueño se ha convertido en un recuerdo borroso. En las fincas cobra 160 pesos diarios (8,4 dólares) por trabajar huertas de otros. «Si a los patrones les va mal, a nosotros también», explica. Hay tan poco trabajo y tan mal pagado que ninguno de sus tres hijos quiso dedicarse al campo: uno es albañil, otra es dependienta de un minisúper y la más chica no estudia ni trabaja. Dos de sus primos se fueron a Estados Unidos.
Ramos es parte del eslabón más débil de la cadena productiva, los jornaleros sin tierras, pero el suyo no es un caso aislado. Es la historia de pequeños minifundistas como Máximo Arellano, de 80 años, que no vendieron nada esta cosecha. Es el drama de pequeños ejidatarios como Javier León, que dejaron sus tierras para trabajar las de alguien más. Es el coraje de Eduardo Martínez, un campesino de 75 años sin dientes ni seguridad social, que viene de pueblos cercanos para ganar tres pesos (15 centavos de dólar) por cada kilo de café que cosechan. Son las pérdidas de los cafeticultores medios, los que tienen un poco más y pierden también más. En los campos de Coatepec, que ya ni siquiera se cuenta como el municipio de Veracruz que más produce café, se respira el desencanto. El principal detonante de la crisis es el desplome de los precios del grano, que alcanzaron a finales de 2018 su nivel más bajo en la década, según la Organización Internacional del Café. El café es un commodity y se rige por la oferta y la demanda. Se produce tanto y en tantas partes del mundo que cuando llegó la época de la cosecha en México, entre noviembre y marzo, ya había demasiado producto barato en cotización. La apreciación del peso frente al dólar dejó a los productores mexicanos, que tienen costos de producción altos, fuera de la jugada cuando apenas arrancaban las primeras bayas. Estas semanas, el kilo de café se paga entre seis y ocho pesos (40 centavos de dólar). Tres pesos se han ido en el pago a los campesinos por cada kilo cosechado. Los cuatro meses de cosecha tienen que ser lo suficientemente buenos para sostener el gasto del resto del año. Las cuentas no salen.
Ocho de cada 10 productores en México tienen menos de dos hectáreas, según datos oficiales. Y por las características de la planta hay un correlato doloroso entre el café y la miseria. Crece en zonas montañosas, las más alejadas de los polos de desarrollo y las que menos servicios públicos tienen. Es cultivado mayoritariamente por indígenas, y cuanto menos tecnificado tiene menor valor agregado y es menos valioso. Ocho de los 10 municipios más productivos de Veracruz en 2018 tienen dos terceras partes de su población en la pobreza. Y cinco comunidades son más pobres que antes. El patrón es similar en los Estados que concentran, junto a Veracruz, el 90% de la producción: Chiapas, Oaxaca, Puebla y Guerrero.
«Es el resultado de un abandono crónico del campo y de muchos años perdidos», afirma Miguel Tejero, de la Coordinación de Productores de Oaxaca. El punto de inflexión fue la desaparición del Instituto Mexicano del Café (Inmecafé) en 1989, que no solo era el rector del Gobierno en el sector, sino que también actuaba como una agencia de desarrollo con funciones de asistencia técnica y la comercialización. Lastrado por la corrupción y la mala gestión, su desaparición marcó una transición abrupta de un modelo productivo de fuerte presencia estatal a una visión ortodoxa de libre mercado. Esa transición fue traumática porque implicó menos recursos sin erradicar la corrupción. De una política cafetalera con fisuras se pasó a una no política.
Las consecuencias han sido palpables. México pasó de ser el cuarto productor mundial en 1987 al undécimo en 2017, según la FAO. La producción cayó en 2016 a los niveles más bajos desde 1960 por la falta de respuesta ante la plaga de la roya. El país, pionero en el comercio de café orgánico, cedió el liderazgo a Perú. El café de Veracruz se ha visto tan afectado por el cambio climático y la caída en la productividad que podría desaparecer en 10 años, de acuerdo con la Universidad Veracruzana.
Ante la crisis, el Gobierno de Andrés Manuel López Obrador ha prometido apoyos sin precedentes. La primera gran inversión privada anunciada por su Administración, a escasas dos semanas de asumir el poder, fue una planta de café de Nestlé en Veracruz con una inversión inicial de 154 millones de dólares y el potencial de incrementarse hasta 1.200 millones en 10 años, según la compañía.
Las asociaciones de productores no han recibido bien el desembarco en la zona de la empresa de alimentos más grande del mundo. En su opinión, se desplazará la producción de la variedad arábica por la robusta, utilizada por Nescafé para su línea de café soluble. La variedad robusta tiene menor precio, menor calidad en taza y son menos amigables con la biodiversidad porque se cultiva a cielo abierto y no junto a árboles frutales y maderables. Es más productiva y necesita menos cuidados, según los especialistas. La llamada «robustización» sería fatal en lo social porque crearía más pobreza, generaría competencia desleal y problemas medioambientales, acusan. «Nos piden que compitamos con Carlos Slim, es absurdo», ironiza Cirilo Elotlán, secretario del Consejo de Productores de Coatepec.
Nestlé sostiene que no define los apoyos al sector ni los precios de referencia, que no se debe politizar su proyecto y que apuesta por la mano de obra y la materia prima de calidad de México, el quinto mercado más importante para la compañía. «Es una oportunidad única de tener un campo más eficiente», asegura Juan Pardo, director de asuntos corporativos de la compañía, que ya compra a uno de cada cinco productores del país.
Nestlé dice que no dará marcha atrás y planea que su decimoctava planta en México comience a operar en 2020. Los cafeticultores amagan con movilizaciones nacionales. Entre suspicacias por supuestos subsidios indirectos y acciones en favor de las grandes corporaciones transcurre el último episodio de un conflicto añejo, que se ha agudizado por el hermetismo y las ambigí¼edades del Gobierno. EL PAíS solicitó entrevistas a las Secretarías de Agricultura y Economía, pero no recibió respuesta.
El telón de fondo sigue siendo la crisis del sector. El consenso es que la solución pase por evitar enfrentar a los grandes y pequeños productores. Sin un plan maestro para el campo y sin un instituto gubernamental que cree compromisos formales entre los actores implicados, la cafeticultura mexicana sigue en punto muerto. Los productores aún esperan tiempos mejores en un negocio en boga en las barras de las grandes ciudades, pero pauperizado en el campo. «Da coraje vivir así», dice León con la vista en el horizonte: «A ver qué pasa en la cosecha del año que viene»
Con información de ElPais.com