Textos impecables que revelaban una alma de reportero, porque los comentarios, el sarcasmo, la nota fina, no eran otra cosa que el resultado de una observación acuciosa del entorno. Eran textos que no dejaban de recordarme la faceta periodística de otro Jorge -el gran poeta veracruzano-, Cuesta, por algunos llamado “El más triste de los alquimistas”.
La primera obra narrativa de Ibargüengoitia que leí fue La ley de Herodes, publicada en 1967. Desde entonces, y con la distancia de los años y la relectura, estoy convencido de que el libro de cuento es superior, desde mi gusto y apreciación, a las novelas.
La ley de Herodes es un conjunto de narraciones breves, impecables, redondas, con predilección por los finales flotantes, aunque los finales detonantes están perfectamente trabajados, con una gran dosis de imaginación. Entre ellos, mis favoritos son el cuento que da nombre al libro y que alude al adagio popular y “La vela perpetua” que, se dice, habla de Luisa Josefina Hernández.
Ibargüengoitia fue un creador que despertaba pasiones, literarias y de otra naturaleza. Una amiga me confesó divertida que en su noche de bodas, terminado el trance de amor (Catón dixit), “cuando mi marido se quedó dormido, yo me puse a leer Dos crímenes y me que quedé despierta hasta que lo terminé”.
Jorge nació en Guanajuato el 22 de enero de 1928 y murió a los 55 años en un accidente de aviación en el aeropuerto madrileño de Barajas el 27 de noviembre de 1983, hace 41 años. El lugar común nos dice que no murió, pues dejó tras de sí una obra extensa para disfrute de muchas generaciones, pero me es inevitable sentir gran nostalgia por lo que ya no pudo escribir.
Me he preguntado si en esos instantes finales antes de que el avión en que viajaba fuese embestido, Ibargüengoitia habría tenido ocasión y serenidad para pensar en su propio epitafio. Una calavera que se le dedicara en este mes podría comenzar: Supo que se iba / al atisbar por la ventana / y ver a la Catrina / montada en la cabina / …
Primero en Excelsior y luego en Vuelta lo seguí con devoción literaria. Me pareció extraño, aunque lógico, que un escritor como él, renunciante de Excelsior a la expulsión de Scherer, no lo siguiese a Proceso. Creo que los intereses de un escritor encontraban mejor terreno en una publicación de creadores como Vuelta que en un Proceso a cargo de periodistas políticos.
Viene a mi memoria, como si lo acabase de leer, un texto en el que Ibargüengoitia habla de lo absurda que es la nostalgia, sobre todo la nostalgia gastronómica de los viajeros mexicanos. Cuenta que un mexicano en Los Ángeles lloriqueaba lo mucho que extrañaba a México, y cuánto echaba de menos el tequila, a lo que Ibargüengoitia respondió sorprendido que eso no era posible, pues en cualquier vinatería se podía encontrar la marca favorita. “Pos sí”, respondió aquél, “¡pero el limón no sabe igual!”
Dice Christopher Domínguez que “La ironía fue un elemento importantísimo en la literatura de Jorge Ibargüengoitia”. Jorge fue militante del principio que dice que si un escritor no se divierte con su creación ésta no vale la pena. Y otra cosa segura es que no se pitorreó de la historia oficial mexicana sólo porque es tarea fácil, sino que con tal actitud buscó aclarar muchas características internas y colectivas del ser individual mexicano.
“Es importante destacar”, señala Domínguez, “que para él, el sentido del humor era ‘una concha, una defensa, que nos permite percibir ciertas cosas horribles que no podemos remediar, sin necesidad de deformarlas ni de morirnos de rabia impotente’. Este concepto reafirma la idea de francotirador parapetado en la ironía y dedicado a derribar mitos patrioteros y costumbrismos como en el tiro al blanco.
“Caricaturista habilísimo, Ibargüengoitia elaboraba arquetipos: del avorazado e inescrupuloso general posrevolucionario en Los relámpagos de agosto, al mismo tiempo caricatura de la novela de la Revolución, al burgués que enfrenta al caudillo convertido en dictador tras luchar contra la dictadura para conservar sus privilegios en Maten al león.”
Muy pocos articulistas logran recorrer con éxito el sendero humorístico en sus textos. Existe un cierto temor a que se les tome como cuentachistes, temor hasta cierto punto fundado pues somos un pueblo que tiene un gusto especial por los juegos de palabras mas poco dado a ver con seriedad el humor.
Y en Ibargüengoitia ese estilo le era natural, no cultivado. Es claro que son mayoría los periodistas y escritores que no podrían, aunque quisieran, escribir con la frescura, el desenfado y la gracia con que lo hacía Jorge Ibargüengoitia.
En verdad no podemos ubicar al articulista Ibargüengoitia en un género, puesto que se trata de un estilo. Las críticas y las observaciones resultan más penetrantes o demoledoras si van envueltas en una frase ingeniosa o si arrancan al lector una carcajada, como sucede con muchos de los textos de Jorge.
Su obra literaria en cambio, es un torrente de imaginación. Imaginación que arropa la vida cotidiana, excusa que se convierte en cuento, nota periodística que se transmuta en novela o investigación histórica que deviene en una narrativa ágil y fresca.
Ibargüengoitia no tenía empacho en confesar la enorme influencia de su maestro Rodolfo Usigli, gracias a quien fue dramaturgo y también por quien abandonó el teatro, como si aquel hubiese sido una deidad bivalente de la mitología griega.
Usigli fue su maestro de teoría y composición dramática en la Facultad de Filosofía y Letras (a la que llegó después de haber abandonado la carrera de ingeniería en el tercer año), y era tal la admiración por el maestro y el impulso que éste dio a su escritura, que su trabajo literario comenzó con una obra de teatro, de la que se sintió satisfecho por un tibio elogio de Usigli, quien opinó que tenía sentido del diálogo y era capaz de escribir una comedia.
Varios años y obras teatrales después, Ibargüengoitia decidió abandonar la dramaturgia. Se dice que el motivo principal fue que en una entrevista publicada en México en la cultura, Usigli habló de nuevos escritores de teatro, omitiendo a Jorge, él, que era su alumno preferido.
Fue un trago amargo para Ibargüengoitia, pues había obtenido una beca de la Fundación Rockefeller para estudiar teatro en Nueva York en 1955. De ahí la dolida frase: “Tenía facilidad para el diálogo, pero incapacidad para establecerlo con la gente de teatro”.
Desde el inicio, la obra narrativa de Ibargüengoitia fue merecedora de reconocimientos. Su primera novela, Los relámpagos de agosto, obtuvo el Premio Casa de las Américas en 1964. Estas ruinas que ves fue galardonada en 1975 con el Premio de Novela Ciudad de México … y como dato curioso, publicada con dos finales distintos: uno en la primera edición de la novela y otro posterior modificado para hacerlo más congruente con los personajes.
En Estas ruinas que ves y en Las muertas, Ibargüengoitia hace un retrato divertido y fiel de Guanajuato, su tierra natal, a la que rebautiza como Cuévano, lo que le permite poner de relieve los contrastes entre el campo y la ciudad, la comparación de la vida en la provincia y la gran urbe, donde lo mejor de todo es que ninguna gana, pues la mirada crítica alcanza por igual a las dos.
Obras de Jorge Ibargüengoitia han sido llevadas al cine, con resultados que no hacen justicia a las novelas: Estas ruinas que ves, Dos crímenes y Maten al león. Quizá la mejor de ellas sea Dos crímenes.
Jorge estuvo casado con la pintora inglesa Joy Laville, a quien conoció en la librería “El Colibrí”. Después de ese primer encuentro dijo a un amigo: “No puedo decir que estuviéramos enamorados, pero sí amarrados. Nos despedimos con la tranquilidad de quien se ha enfrentado a su destino”.
17 de noviembre de 2024
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